( Raul Scalabrini Ortiz )
No catalogue vacío de sentido a lo que en el interior
de este libro llamo “espíritu de la tierra”.
Si por ingenuidad de fantasía le es enfadoso concebirlo,
ayúdeme usted y suponga que “el espíritu de
la tierra” es un hombre gigantesco. Por su tamaño
desmesurado es tan invisible para nosotros, como lo
somos nosotros para los microbios. Es un arquetipo
enorme que se nutrió y creció con el aporte inmigratorio,
devorando y asimilando millones de españoles,
de italianos, de ingleses, de franceses, sin dejar
de ser nunca idéntico a sí mismo, así como usted no
cambia por mucho que ingiera trozos de cerdo, costillas
de ternera o pechugas de pollo. Ese hombre
gigante sabe dónde va y qué quiere. El destino se empequeñece
ante su grandeza. Ninguno de nosotros lo
sabemos, aunque formamos parte de él. Somos células
infinitamente pequeñas de su cuerpo, del riñón, del
estómago, del cerebro, todas indispensables. Solamente
la muchedumbre innúmera se le parece un poco. Cada
vez más, cuanto más son.
La conciencia de este hombre gigantesco es inaccesible
para nuestra inteligencia. No nos une a él
más cuerda vital que el sentimiento. Cuando discrepemos
con sus terminaciones, quizá en el corazón
tengamos una avenencia.
LA GOTA DE AGUA
Acuidad avizora y vocación sin desfallecimientos
deben sostener al que procure indagar
las modalidades del alma porteña actual.
Y digo actual, porque se me ocurre una irreverencia
macabra la de andar desenterrando tipos
criollos ya fenecidos —el gaucho, el porteño colonial,
el indio, el cocoliche— cuya privanza inalienable,
aquella que no es mera caricatura o pintoresco
señuelo de exotismos, pervive y revive en
la auscultación clarividente de la actualidad. En
el pulso de hoy late el corazón de ayer, que es
él de siempre.
La tarea es desalentadora. Muchos hábiles y
bien pertrechados investigadores de almas se resignaron
a distraernos de su fracaso, connotando
las peripecias de sus frustradas tentativas, y algunos
incurrieron en la ligereza de negarle a Buenos
Aires, y por lo tanto a la república, una arquitectura
anímica completa e inconfundible. Razones
étnicas y simples traspasos de criterios, y
no verdaderas comprobaciones de realidad informaron
esos pareceres apresurados. Su penetración no alcanzó a revelarles uno de los más extraordinarios
poderes de Buenos Aires: su facultad
catalíptica de las corrientes sanguíneas».
Excúseseme esta imagen que utilizaré seducido
por su valor de persuadir. Dos gases son el hidrógeno
y el oxígeno, y en ser dos gases distintos
se obstinan por mucho y muy enérgicamente que
se los mezcle. Podrán variarse las proporciones,
batirlos, trasvasarlos, presionarlos, y los dos gases
seguirán irreductiblemente aislados ante la pericia
del químíco. Pero un agente cataléptico —una
esponja de platino, una chispa eléctrica— determina
su inmediata combinación en un compuesto
cuyas propiedades rechazan toda relación de parentesco
con los progenitores: el agua. El porteño
es, una combinación química de las razas que alimentan
su nacimiento. El porteño es esa gota de
agua, incolora, inodora e insípida que brota en el
fondo del tubo de ensayo o que el cielo envía para
que la tierra fructifique.
Porque es entrevero de impertinente causalismo,
ignoraré por ahora la residencia de esa facultad y
lio, me arriesgaré a dilucidar si proviene de la facilidad
de subsistencia, de la superabundancia de
alimentos, del contagio de la soledad de los hombres
que llegaron solos tras una felicidad que se
les escabullía de las manos, de la proximidad de
la muerte y del tiempo que pasan rozando la llanura,
de la instabilidad de los azares o del agobio de su cielo demasiado. Con virgen encantamiento
de niño, me abandonaré ahora a la contemplación
del mundo que se refleja en esta gota de agua que
rehila entre mis dedos.
La expedición es riesgosa. No hay accesorios
que puedan adquirirse a bajo precio: croquis que
admitan un retoque, despliegues de almas perfeccionables.
Todo lo porteño, el observador debe
extraerlo de esa veta rebelde y subterránea que el
espíritu forma bajo los hechos. Debe descubrir
las escenas, como quien descubre una gema; sopesar
los caracteres, inventar nuevos patrones de
medición; despojar al criterio de los engañosos
convencionalismos europeos, pescar las palabras
definidoras; formar hombres prototipos, superponer
manías individuales para trazar en la manía
envolvente la necesidad colectiva que las involucra
a todas. Bucear en el ambiente, y sentir
y pensar y actuar, a pesar suyo, como uno cualquiera,
viéndose y estudiándose vivir. Ser conejito
de indias y experimentador, simultáneamente.
Padecer y gozar, clasificando el padecimiento o
el goce en personal y genérico y así incansablemente,
para despellejar y mirar más de cerca a
los tipos apócrifos: el malevo, el patotero, el
hincha...
Construirlo todo, todo, y he allí lo desalterador,
hasta la misma realidad. La que el porteño muestra,
es su mentira. Al conferirlos, el porteño desvirtúa sus sentimientos más nobles por inspiraciones
de un raro pudor; sus ideas, por impropiedad
de sus medios comunicativos. Sirva de paradigma
el piropo, connivencia sin permutas corporales
entre el hombre y la mujer.
deben sostener al que procure indagar
las modalidades del alma porteña actual.
Y digo actual, porque se me ocurre una irreverencia
macabra la de andar desenterrando tipos
criollos ya fenecidos —el gaucho, el porteño colonial,
el indio, el cocoliche— cuya privanza inalienable,
aquella que no es mera caricatura o pintoresco
señuelo de exotismos, pervive y revive en
la auscultación clarividente de la actualidad. En
el pulso de hoy late el corazón de ayer, que es
él de siempre.
La tarea es desalentadora. Muchos hábiles y
bien pertrechados investigadores de almas se resignaron
a distraernos de su fracaso, connotando
las peripecias de sus frustradas tentativas, y algunos
incurrieron en la ligereza de negarle a Buenos
Aires, y por lo tanto a la república, una arquitectura
anímica completa e inconfundible. Razones
étnicas y simples traspasos de criterios, y
no verdaderas comprobaciones de realidad informaron
esos pareceres apresurados. Su penetración no alcanzó a revelarles uno de los más extraordinarios
poderes de Buenos Aires: su facultad
catalíptica de las corrientes sanguíneas».
Excúseseme esta imagen que utilizaré seducido
por su valor de persuadir. Dos gases son el hidrógeno
y el oxígeno, y en ser dos gases distintos
se obstinan por mucho y muy enérgicamente que
se los mezcle. Podrán variarse las proporciones,
batirlos, trasvasarlos, presionarlos, y los dos gases
seguirán irreductiblemente aislados ante la pericia
del químíco. Pero un agente cataléptico —una
esponja de platino, una chispa eléctrica— determina
su inmediata combinación en un compuesto
cuyas propiedades rechazan toda relación de parentesco
con los progenitores: el agua. El porteño
es, una combinación química de las razas que alimentan
su nacimiento. El porteño es esa gota de
agua, incolora, inodora e insípida que brota en el
fondo del tubo de ensayo o que el cielo envía para
que la tierra fructifique.
Porque es entrevero de impertinente causalismo,
ignoraré por ahora la residencia de esa facultad y
lio, me arriesgaré a dilucidar si proviene de la facilidad
de subsistencia, de la superabundancia de
alimentos, del contagio de la soledad de los hombres
que llegaron solos tras una felicidad que se
les escabullía de las manos, de la proximidad de
la muerte y del tiempo que pasan rozando la llanura,
de la instabilidad de los azares o del agobio de su cielo demasiado. Con virgen encantamiento
de niño, me abandonaré ahora a la contemplación
del mundo que se refleja en esta gota de agua que
rehila entre mis dedos.
La expedición es riesgosa. No hay accesorios
que puedan adquirirse a bajo precio: croquis que
admitan un retoque, despliegues de almas perfeccionables.
Todo lo porteño, el observador debe
extraerlo de esa veta rebelde y subterránea que el
espíritu forma bajo los hechos. Debe descubrir
las escenas, como quien descubre una gema; sopesar
los caracteres, inventar nuevos patrones de
medición; despojar al criterio de los engañosos
convencionalismos europeos, pescar las palabras
definidoras; formar hombres prototipos, superponer
manías individuales para trazar en la manía
envolvente la necesidad colectiva que las involucra
a todas. Bucear en el ambiente, y sentir
y pensar y actuar, a pesar suyo, como uno cualquiera,
viéndose y estudiándose vivir. Ser conejito
de indias y experimentador, simultáneamente.
Padecer y gozar, clasificando el padecimiento o
el goce en personal y genérico y así incansablemente,
para despellejar y mirar más de cerca a
los tipos apócrifos: el malevo, el patotero, el
hincha...
Construirlo todo, todo, y he allí lo desalterador,
hasta la misma realidad. La que el porteño muestra,
es su mentira. Al conferirlos, el porteño desvirtúa sus sentimientos más nobles por inspiraciones
de un raro pudor; sus ideas, por impropiedad
de sus medios comunicativos. Sirva de paradigma
el piropo, connivencia sin permutas corporales
entre el hombre y la mujer.
(fuente: www.elortiba)
El hombre porteño practica el lenguaje
con la iniciativa verbal de un niño. Crea o inhuma
vocablos, los retoca para acomodarlos, o los
refuga sin contemplación. Retasa el palabrerío
huero y mitiga la oquedad resonante del idioma
castellano. El porteño desconfía de las palabras
que en los libros se incautan. Las que él emplea,
las quiere rebosando intuiciones, sensaciones directas,
imágenes vividas y no rótulos de definiciones.
En los vericuetos de su desconfianza, el hombre
porteño presume que todo lo que se denomina
se momifica, y que no hay palabras tan grandes
como para empavesar toda la vida con ellas. Presume
que lo no dicho, lo que nadie podrá decir,
es incomparablemente superior a lo expresado.
Presume, tasándolo en sí mismo, involuntariamente,
que todas las dudas de Hamlet son tonterías
retóricas ante el cúmulo de perplejidades que se
arremolinan, se ciernen y se desvanecen en el
más mínimo instante de la vida de cualquier patán. El hombre porteño tiene animadversión
a las síntesis, porque, según él, nada es malo ni
bueno mientras no se lo designa. Por eso, es
hombre de pocas palabras, que calla sin otorgar,
hombre que se resiste a destruir la unidad de sus
sentimientos y de sus percepciones y envasarlos
en esas estrafalarias cajitas llenas de traiciones
que son las palabras.
Las palabras son juguetes peligrosos. El porteño
las manipula, las baraja, se divierte con ellas,
le gusta oírlas tejidas en frases, pero él no las
emplea como mediadoras de asuntos importantes,
es decir, no las emplea para clasificar a sus semejantes,
al hombre. Con un cuidado inconsciente
y sorprendente, evita anatematizar las personas,
lapidarlas con adjetivos irrevocables. Sopesa las
acciones y no los ejecutores. De preferencia, dice:
“Jugó bien” y no “Juega bien”. “Fue generoso”
y no “Es generoso”.
Su afán de no inmovilizar lo humano, de no
estructurarlo, ha creado un lenguaje de más en
más esotérico e irreproducible en la escritura, en
que la vida puede derivar sin estrellarse contra
las palabras que la van registrando. Emplea voces
más semejantes a interjecciones que a legítimas
palabras. Son vocablos sin convicción, ambiguos,
equívocos, cuya traza varía entre antagonismo e
incompatibilidades preceptúales muy cercanas al
absurdo.
con la iniciativa verbal de un niño. Crea o inhuma
vocablos, los retoca para acomodarlos, o los
refuga sin contemplación. Retasa el palabrerío
huero y mitiga la oquedad resonante del idioma
castellano. El porteño desconfía de las palabras
que en los libros se incautan. Las que él emplea,
las quiere rebosando intuiciones, sensaciones directas,
imágenes vividas y no rótulos de definiciones.
En los vericuetos de su desconfianza, el hombre
porteño presume que todo lo que se denomina
se momifica, y que no hay palabras tan grandes
como para empavesar toda la vida con ellas. Presume
que lo no dicho, lo que nadie podrá decir,
es incomparablemente superior a lo expresado.
Presume, tasándolo en sí mismo, involuntariamente,
que todas las dudas de Hamlet son tonterías
retóricas ante el cúmulo de perplejidades que se
arremolinan, se ciernen y se desvanecen en el
más mínimo instante de la vida de cualquier patán. El hombre porteño tiene animadversión
a las síntesis, porque, según él, nada es malo ni
bueno mientras no se lo designa. Por eso, es
hombre de pocas palabras, que calla sin otorgar,
hombre que se resiste a destruir la unidad de sus
sentimientos y de sus percepciones y envasarlos
en esas estrafalarias cajitas llenas de traiciones
que son las palabras.
Las palabras son juguetes peligrosos. El porteño
las manipula, las baraja, se divierte con ellas,
le gusta oírlas tejidas en frases, pero él no las
emplea como mediadoras de asuntos importantes,
es decir, no las emplea para clasificar a sus semejantes,
al hombre. Con un cuidado inconsciente
y sorprendente, evita anatematizar las personas,
lapidarlas con adjetivos irrevocables. Sopesa las
acciones y no los ejecutores. De preferencia, dice:
“Jugó bien” y no “Juega bien”. “Fue generoso”
y no “Es generoso”.
Su afán de no inmovilizar lo humano, de no
estructurarlo, ha creado un lenguaje de más en
más esotérico e irreproducible en la escritura, en
que la vida puede derivar sin estrellarse contra
las palabras que la van registrando. Emplea voces
más semejantes a interjecciones que a legítimas
palabras. Son vocablos sin convicción, ambiguos,
equívocos, cuya traza varía entre antagonismo e
incompatibilidades preceptúales muy cercanas al
absurdo.
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